viernes, 15 de agosto de 2014

GUERREROS DE TINTA: CAPÍTULO 2. FLECHAS CIEGAS CLAVADAS

-¿Estás mejor?-preguntó Ipolén con voz trémula, mientras le acercaba un poco de agua.

Como respuesta, su reciente y misteriosa huésped clavó sus ojos sorprendentemente verdes en los suyos, sin articular palabra, como si no le hubiese entendido, cosa que le extrañaría mucho al jertare, pues los Guerreros siempre le habían traído invitados de su mismo país, así que por lo general podía comunicarse con ellos. No obstante la chica no tenía aspecto de extranjera. Parecía no tener más de quince años, e Ipolén estaba acostumbrado a tratar con niños más pequeños, pero aun así había algo en su mirada que lo preocupaba. 

Había visto en varias ocasiones a chiquillos de nueve años despertarse después de haber aparecido inconscientes en el refugio chillando y llorando de puro terror por lo que habían pasado antes de que los llevaran allí, o a otros que se quedaban en estado de shock, completamente petrificados cuando se lo dejaban. Era muy normal que vinieran asustados, heridos o los que eran afortunados simplemente agotados y algo nerviosos, e Ipolén sabía por qué. Los de la Orden no eran capaces de descubrir a alguien por sí mismos; no, localizaban a un futuro Guerrero cuando era atacado.

El jertare desconocía qué clase de personas o criaturas era capaz de asustar tanto a un niño, pero intuía no obstante que los que alojaba en el escondite eran los que tenían suerte y a quienes los Guerreros llegaban a tiempo de salvar. Nunca quiso saber qué pasaba cuando llegaban tarde; sospechaba que no le gustaría saberlo.

Sin embargo, la niña estaba muy tranquila y, a parte del hecho de ese inexplicable silencio, parecía no haberle pasado nada. Esa tranquilidad y calma en su rostro turbaba y confundía al jertare, acostumbrado a lágrimas, miradas nerviosas, gritos angustiados, sueños inquietos… e incluso al estado de shock en el que llegaban unos pocos. 

En ese momento Ipolén desearía poder leer en el corazón de la niña y descubrir qué pasaba en esos instantes por su cabeza y qué sentimientos se afanaba tanto en esconder, porque no era tan ingenuo cómo para pensar que no la hubiesen atacado, o que el ataque no le hubiese afectado mucho, y mucho menos después de observarla mientras dormía, y de darse cuenta de cómo contrastaba con cómo estaba ahora.

Miraba a su cara e intentaba encontrar en ese rostro limpio y tranquilo, algún rastro del ceño fruncido y las gotas de sudor que le había visto tan sólo un rato antes, pero parecían haber desaparecido completamente, como si nunca hubieran estado allí. También le vibraban aún en sus oídos el sonido de su voz llamando a su hermano en sueños casi en gritos y sus susurros acerca de una sombra. Eso último le intrigaba sobremanera, y le hubiera preguntado por ella si su huésped hubiera articulado una sola palabra desde que despertara o si le hubiera respondido a alguna de sus otras palabras.

Le había dado un poco de agua y un bocadillo, que se estaba acabando en esos instantes. Ya sólo podía aguardar a que viniese un Guerrero a llevársela a Heritania. Intentaría hacerla hablar en la espera, no podía hacer mucho más, pero dudaba de conseguir hacerle decir algo.

-¿De dónde eres?- dijo en un nuevo intento de romper el hielo, y la misma mirada profunda le respondió.

No la había hecho hablar, pero por fin notó un cambio en ella. Mientras comía parecía estar tranquila y relajada, pero entonces, tras la pregunta de Ipolén, su expresión facial cambió muy sutilmente. Su ceño se había fruncido levemente, su mirada también cambió y se le crisparon los labios apenas un instante. 

Sin embargo, no daba la sensación de haberle escuchado; su mente parecía estar a kilómetros de distancia. Y cuando un relámpago de miedo cruzó un solo instante su mirada, la que Ipolén escrutaba sin descanso y sin que la chica pareciera ni percatarse, el jertare tuvo la sospecha de que también estuviera también a horas de allí, que estuviera rememorando lo que le hubiera pasado.

Por lo menos, sabía qué podía hacer ahora: intentar distraerla como pudiera para evitar que se ahogara en recuerdos tan recientes y presumiblemente traumáticos, de donde después sería imposible sacarla. No era el momento de dejarla enfrentarse a ellos, aún era demasiado pronto.

-Tengo quince años, y me llamo Ipolén Selot, o eso creo, porque no puedo asegurar que ése fuera el apellido de mi padre. No lo conocí, ¿sabes?, ni tampoco a mi madre, murieron poco después de que yo naciese. Me dijo mi madre adoptiva que en el incendio de la librería de papá, pero en realidad no puedo estar seguro; ésa bruja miente más que habla. ¿Sabes que intentó quemar los libros de música que me dejó mi madre? Ella dice que fue un accidente. Ah, ¿no te lo he contado? Mi madre era profesora de Música, y al parecer tocaba muy bien el piano. No, ése piano no, el suyo se perdería en el supuesto incendio. Éste ya estaba aquí cuando encontré este refugio, como las estanterías, la cama… 

No decía nada más que tonterías, una detrás de otra, pero esperaba que llamara la atención de su huésped y que ésta no se entregara a sus recuerdos, que la llamaban con insistencia al ser tan recientes. Y lo estaba consiguiendo, o al menos lo parecía: parecía que sus ojos se fijaban en los suyos y ésta vez le miraban a él y no al reciente pasado, parecía que escuchaba su voz y que ésta le traía al presente y la sacaba del mundo de sus pensamientos, parecía que una sonrisa nacía al final en su rostro… Estaría verdaderamente guapa cuando sonriese, como si se pudiese ser aún más hermosa.

En algún momento de su particular monólogo, le asaltó de improviso la vergüenza. ¿Qué hacía haciendo el ridículo delante de ella? Qué payaso, pensaría ella con desdén. Tenía que parar ya de hablar, conservar un poco de dignidad. Él y su existencia entera parecían un chiste malo, pero no había que dejárselo a tal ángel tan claro y patente. ¿Por qué su lengua no se detenía y hacía caso por una vez a su mente en lugar de hablar por su cuenta?
“¿Por qué tendríamos que detenernos?”, le susurró una voz en su cabeza, que aún no había sucumbido a aquella inesperada flecha de Cupido. “La estamos divirtiendo, ya no pensará en sus fantasmas. Ése es nuestro deber, como hemos hecho ya tantísimas veces. Pronto vendrá un Guerrero y se la llevará de aquí. No te avergüences, probablemente dentro de poco se olvidará de ti y de esta bochornosa actuación…”

Es cierto, la Orden. Ella irá a Heritania y formará parte de esa incógnita que llevaba tanto tiempo soñando despejar y que probablemente no conseguiría nunca. Posiblemente sería ése su sino, que ahora se le antojaba más cruel que nunca, pues, como elaborado por el mismo diablo, alejaba a una hermosa esmeralda de su camino y la escondía en la tierra que nunca podría pisar.

Siempre había pensado en el mundo de los Guerreros como el culmen dela fantasía y el misterio, lo que más le atraía de cualquier historia. Pero esos atributos se le antojaban, pensando como pensaba en ese momento, que no hablaba su cabeza, sino su corazón, fríos y apagados. Cuando volara el hadita, llenaría esa tierra de maravillas con su luz, espantando todas las sombras y llenándola de más vida y encanto de los que pudiera haber soñado jamás, ni en sus sueños más irreales.

Y mientras, él continuaba hablando de nimiedades y soltando sandeces. La estaría aburriendo.

Esa flecha de amor se le debió haber clavado en los ojos y no en el pecho. No veía que los chispeantes ojos verdes de la chica se iban llenando de brillos y destellos mientras le escuchaba y que la sonrisa se le ensanchaba poco a poco, mientras un poco de color le volvía a la cara y su corazón latía un poco más deprisa.

De repente, él dijo algo gracioso y ella se echó a reír. Ese sonido deleitó el oído del jertare como una caricia que le hubiese regalado la que tan espontáneamente emitió.  Ni la mejor melodía que alguna vez pudiera tocar en el piano Ipolén se le asemejaría jamás; a partir de ese momento toda la música le sonaría a silencio. 

Finalmente, reunió todo el valor que pudo y le preguntó:

-¿Cuál es tu nombre?

-Kylena. Significa “historia”.

Dejó por un instante que su voz reverberará un momento en su cabeza, pero como si tuviera vida propia y una naturaleza juguetona, le recorrió de arriba abajo como un escalofrío, y le infundió el arrojo para cometer una imprudencia y una locura.

-En tu caso, una historia de amor, con una princesa hermosísima- dijo con una voz que no parecía la suya y con una firmeza sorprendente.

Su princesa le dirigió en recompensa de su inusitado atrevimiento una sonrisa nerviosa, y un súbito arranque de pudor se ruborizó y se llevó una mano a la cara para apartarse un mechón. En su corazón henchido de un amor tan loco como estúpido, le costaba creer que algo la pudiera embellecer aún más como lo había hecho ese color en sus mejillas.

Había sido un estúpido, más incluso de lo que había sido en toda su vida y en ese día en concreto. Ella se marcharía en unas horas a más tardar, ¿qué hacía llevando a mayores lo que sea que acabara de pasar? No la volvería a ver, ¿por qué se entregaba a las ensoñaciones exaltadas fruto de una mente romántica que le encantaba vivir siempre en las nubes? No estaba en una novela de amor, sino viviendo.

Le habló de su biblioteca y sus ojos realmente empezaron a brillar con luz propia. Se notaba que le gustaba también la lectura, eso era algo que solían compartir todos sus huéspedes. Le habló un poco de sus libros favoritos y le dejó uno de poesía cuando le pidió algo para leer. 

Mientras la chica se entretenía con el libro, Ipolén se alejó de ella. Lejos de su nefasta compañía, que empezaba a alterarle en exceso, que le confundía, turbaba, encandilaba, le hacía delirar. Ese ángel inocente, ese hada juguetona, esa princesa coqueta… Kylena… 

¿Qué hacía pensando en amor, si la acababa de conocer y ya la miraba como embobado antes incluso de que le hablara por primera vez? Amor, no, ni eso, no era amor, era… no, no lo sabía, como no sabía nada del amor. Sólo era una chica guapa, lo demás eran imaginaciones suyas. 

Sí, lo mejor era evitar mirarla y apartarse de ella, ya notaba como su sangre se templaba, sus mejillas ya volvían a tener su color de siempre, dejaban de brillarle los ojos, su corazón se serenaba; el sueño iba acabando y se despertaría pronto, pues los sueños así sólo debían venir en la noche y no asaltarle así de repente. 

Pero también era cierto que esa flecha de amor no lo estaba matando, a pesar de habérsele clavado en el pecho. Es más, se sentía más vivo que nunca, más despierto a pesar de estar soñando. El aire parecía más fresco, los colores más brillantes y cada sonido parte de la más hermosa canción. Y en esos momentos de delirio le parecía que hasta su mísera existencia podría convertirse en la más emotiva historia.

¿Qué le prohibía seguir con esa pantomima de historia de amor mientras ella estuviera allí? Jugar al loco pero que siempre despierta compasión enamorado; vivir una historia digna de perdurar aunque tan sólo fuera un instante, probar ese dulce brebaje del amor, si sólo llegaría a probar unas gotas, que ya eran suficientes para quien nunca había soñado con él. Probablemente no podría jugar más de unas cuantas horas.

Sin darse cuenta, estaba en la butaca del piano, y sin darse cuenta, sus manos tocaron un acorde suave. Kylena le escuchó, y maravillada, dejó el libro y se acercó a él. Le contó que ella sabía un poco de música gracias a un vecino amigo suyo que a sus hermanos y a ella dio clases. 

Echó un vistazo a los libros que había allí desperdigados por la mesa de al lado, y le pidió si sabría tocar un dueto de piano y voz que ella le gustaba mucho y que casualmente estaba entre los libros. Y también casualmente, a Ipolén le gustaba y se la había aprendido hacía poco.

Empezaron el dueto, y el jertare jamás había tocado tan bien como en ese momento. Milagros de Cupido. Y el canto de Kylena ya le sonaba a Ipolén como el canto de las sirenas de las leyendas, tan bello y mágico capaz de hacer enloquecer a los marineros. A él ya le estaba haciendo perder la consciencia y la razón, mientras sus manos seguían tocando como poseídas por la misma música.

Y de repente, algo que resonó como un latigazo en toda la cueva les obligó a parar de golpe. A los dos les pegó un susto de muerte, pero el susto a Ipolén se le pasó enseguida, pues ya lo había oído muchísimas veces. Era el ruido que alertaba de la llegada de un Guerrero.

-¿Qué ha sido eso?- preguntó en un susurro de miedo Kylena.

-Ya han llegado…- respondió en el mismo tono y con el látigo enrollado en la garganta.

Se les aproximó una figura encapuchada, ataviada con una capa negra oscura, que como por arte de magia se iba aclarando hasta adoptar un color gris tormenta. La persona era bastante alta y ancha de hombros, y se notaba que era un hombre.

Cuando llegó hasta ellos, se quitó la capucha, y les miró con unos ojos del mismo color que la capa. Llevaba revuelto su cabello oscuro y su rostro estaba lleno de magulladuras y heridas, destacándose una gran cicatriz que le cruzaba la cara desde el lado derecho del flequillo hasta el mentón en diagonal. La herida le deformaba la nariz y le daba en general un aspecto intimidante, pero aun así se percibía que había tenido cierto atractivo en su juventud. Tendría con seguridad más de cuarenta años.

Era Lanún, el Guerrero en quien Ipolén más confiaba. Se llevaban muy bien, detrás de ese aspecto amenazador encoraba un amigo bonachón y chistoso. Era él quien solía despejar en ocasiones la niebla alrededor de Heritania, él le había contado lo poco que Ipolén sabía de ese mundo. Y era consciente de que Lanún no debía hacerlo, y lo hacía aun así.

La mirada de Kylena iba de uno a otro, con la desconfianza y la curiosidad en el rostro. Antes de que Ipolén pudiera abrir la boca, en su cara apareció de repente el reconocimiento.

-Tú… eres el que…

-…¿te recogió ayer de la noche y te trajo aquí?- terminó Lanún.

Ahora parecía que ella empezaba a recordar. “Después de… cuando… la sombra”, pronunció a duras penas, mientras palidecía peligrosamente y sus ojos se llenaban de miedo. Hubiera acabado en el suelo si Ipolén no la hubiera sujetado. En los brazos del jertare pareció recobrar la noción de dónde estaba y enseguida se separó de él, cambiando el blanco de su rostro por el rosa más vivo; pero no dejó de mirar en ningún momento a esos ojos castaños.

-No estás segura aquí- interrumpió de pronto Lanún.-Debes acompañarme, lejos de aquí, o te encontrarán de nuevo.

No dio más datos, pero esas pocas palabras bastaron para intranquilizarla.

-Ipolén, el portal- inquirió dirigiéndose al muchacho por primera vez.

Por qué no iba él a despejarlo, sabía perfectamente dónde estaba. Él era el único Guerrero a quien podía calificar de amigo, pero no dejaba de ser uno de ellos, y todavía no había visto a ninguno no hacer alarde en algún momento de un orgullo, desdén y prepotencia casi naturales y propios de la Orden con respecto a los jertares como él, según su propia experiencia y la forma en que les había escuchado en más de una ocasión hablar de ellos en general. No llegarían a considerarlos nunca como iguales, y Lanún, aunque en muy contadas ocasiones, no podía evitar hacérselo recordar. Había una frontera entre los dos que la Orden se había ocupado de crear, y aunque intentaran olvidarse de ella, siempre estaba allí, y no podrían cruzarla nunca, como tampoco podrían ignorar por mucho tiempo seguido quién era el Guerrero y quién el jertare.

Quitó la lona que cubría el portal del polvo y de las miradas curiosas e inquisitorias de los huéspedes que quisieran verlo antes de tiempo. A pesar de estar cubierto, como medida de protección Ipolén lo limpiaba siempre con un paño antes de que lo usaran: el portal debía estar completamente limpio, o no se abriría del todo, y las consecuencias de atravesar un portal sin estar completamente abierto eran impredecibles, desde no aparecer en el lugar deseado a dejar partes del cuerpo atrás.

Los Guerreros podían teletransportarse a cualquier lugar sin necesidad de utilizar ningún portal, ellos solos o un pequeño grupo siempre que fueran todos integrantes de la Orden. En caso de que llevaran acompañantes ajenos a ella, como era el caso de los huéspedes de Ipolén cuando se los traían, podían transportarse sólo y exclusivamente de un lugar a otro dentro de un mismo mundo, pero no a otros; en esos casos, como cuando se llevaban a los huéspedes, necesitaban usar los portales, que sólo los podía activar un Guerrero. Con  un portal podían llevarse a sus acompañantes adonde quisieran, pues sólo necesitaban uno para teletransportarse, no uno de entrada y otro de salida.

Cuando viajaban por su cuenta, los Guerreros hacían un sonido parecido a un látigo al aparecerse o al desaparecerse; y, por lo que le habían dicho a Ipolén, usando un portal llagaban a su destino precedidos de una luz luminosa y el sonido del viento cuando sopla, bastante más fuerte que el del látigo. Ipolén todavía no había visto eso, y le costaba imaginárselo; no concordaba con la idea general que tenía de los Guerreros como silenciosos y discretos, y se le antojaba muy graciosa la imagen de uno de ellos apareciendo envuelto en luz como si fuera una aparición divina y a los compañeros de turno como querubines acompañantes.

Casi mecánicamente y sin percatarse de lo que hacía, tantas veces lo había hecho antes, despejó el portal, y en unos segundos estuvo listo para usarlo. No se había fijado en lo que había hecho; en su mente sólo estaba Kylena, y mientras utilizaba el paño deseaba con todo su corazón que el tiempo que le quedaba a ella en ese lugar pasara lo más lento posible.

Como en un sueño, vio cómo Lanún y la chica se acercaban al portal, cómo el Guerrero lo abría ante la mirada llena de curiosidad de Kylena, cómo se tornaba en recelo una vez que su amigo le indicó con un gesto que pasara por él, cómo confiaba al final en las palabras de Lanún y cómo se empezaba a disolver en la luz que irradiaba el portal. En unos segundos el ángel volaría a Heritania, y no miraría atrás ni repararía en los ojos anhelantes de Ipolén, que la miraban con avidez.

Entonces, el tiempo pareció detenerse. Kylena se había quedado quieta, a sólo un par de pasos de pasar definitivamente al mundo de la Orden. ¿Otra triquiñuela de Cupido? ¿Paraba ahora el tiempo para alargar la agonía del amado, que aunque tanto hubiera deseado que eso pasara, tanto sabían él mismo, en lo más profundo de su mente, donde aún se conservaba un poco de cordura, como el arquero griego, que era un natural anhelo surgido en cualquier corazón henchido de amor pero desgraciadamente sentenciado a no cumplirse, pues clava aún más profundamente la idolatrada flecha y hace aún más difícil que entre la razón y el tiempo consigan sacarla del pecho, cuando la persona amada marche?

No, los poderes del loco lanzador de saetas impregnadas de magia no llegaban a controlar el paso del tiempo; controlan los sueños, los corazones, los pensamientos, los deseos, las ilusiones, pero ningún poder suyo transciende más allá de la mente del amante, no tiene ningún poder sobre la realidad física. Era Kylena la que había detenido su avance. Giro sobre sus talones y se dirigió hacia el jertare, pero la pregunta que lanzó fue tanto a Ipolén como a Lanún: “¿Y tú?”.

¿Estaría soñando realmente? Nunca antes ningún huésped había preguntado por qué no los podía acompañar. Simplemente habían cruzado de un mundo a otro, con la cabeza llena de sueños, el corazón lleno de esperanzas, el rostro lleno de deleite y los ojos llenos de luz, que sólo miraban hacia delante y nunca habían vuelto la cabeza hacia el jertare que se quedaba cuidando el refugio; no se habían acordado de él en ese momento ni lo habían vuelto a hacer una vez que se habían ido.

Detrás de eso si se podía ver la mano de Cupido; parecía una cruel de sus triquiñuelas, pero Ipolén se consolaba pensando que el arquero pronto no podría jugar con él. En cuanto se marchara Kylena, sus mañas no volverían a funcionar con él.

-Ipolén debe quedarse aquí, su lugar es este- la voz de Lanún los sorprendió a los dos. Había caído sobre el lugar como un cuchillo y había hecho trizas las ilusiones de Cupido por unos instantes.

Kylena lo miró a los ojos por última vez, pareciendo decir demasiado con la mirada como para que el jertare entendiese algo. Después se disolvió con la luz del portal, tan rápido que su sombra y su esencia permanecieron un rato antes de que Ipolén se diese cuenta de que había volado definitivamente. Lanún la siguió, el paso se cerró y su luz se apagó; y el escondite pareció aún más oscuro que antes.

Los ojos del muchacho se cerraban; no sabía qué hora sería, pero probablemente ya sería tarde. Podría quedarse a dormir allí; no era la primera vez que lo hacía y sabía que su madre adoptiva no le diría nada; hacía mucho tiempo que sólo le interesaba de él que trabajase bien en las minas y que trajera dinero a casa.

Además, la reciente oscuridad del habitáculo le sedaba y le acunaba, le templaba la sangre que llevaba toda la tarde ardiéndole y nublándole el juicio, le calmaba los latidos alocados de su corazón que llevaba toda la tarde bombeando sangre como para alimentar a mil hordas de vampiros; en definitiva, organizaba el único ambiente propicio para conciliar el sueño, pues suponía que una vez fuera del refugio romperían a sangrar las marcas de la flecha en su pecho, ya que la marcha de Kylena y, más aún, su pregunta y su mirada, habían dejado en ese sitio parte de su esencia angelical, e Ipolén no quería que su alocada imaginación la destrozara, como sabía que haría si volvía a casa ahora; iba a pasar horas pensando en ella y necesitaba los pasos tangibles que había dejado tras ella para conservar su recuerdo lo más puro posible: la cama donde había dormido, las partituras de las canciones que había cantado con él, el libro que había hojeado,… 

Porque de alguna manera podía asegurar que aquella noche se le haría eterna. Porque el arquero del amor no estaba satisfecho con ese calvario que se le antojaría a cualquiera que pudiera oírlo algún tipo de desvarío. Enamorarse de alguien tan rápido, y que debiera durar tan poco, y que el loco de los sueños lo llevara como si hubiera sido un romance largo digno de escribir mil y una historias y canciones. Pero ahora debían cicatrizar todas y cada una de las heridas, pues deberían de haberle alcanzado más de una flecha para que se hubiera quedado en ese estado tan patético. Y hay heridas que empiezan a doler mucho después de surgir.

Mas Ipolén le reclamaba ahora al arquero curarle de todas a la vez, por habérselas hecho todas así. El arquero respondía que no era su saber curar las heridas que dispensaba, pero podía intentar acelerar su cura haciéndole sufrir todos los efectos secundarios de esa droga en una sola noche, y una vez devastada el alma, no quedarían rastro de las heridas.

El muchacho sabía que no podría ser el trágico amante tan común en las historias románticas, aquel que en esas penurias y dolencias levanta la compasión de los lectores. Él no la merecía, había sido estúpido al vivir esa ridícula historia en su cabeza y ahora debía lamer sus propias heridas. Cuanto antes acabara con todo esto, mejor.

Cupido le arrullaba y le decía que durmiese. Obedeció, y lo último que pensó es que ojalá a Cupido su dolor le supiese tan dulce como amargo le sabía a él, y que sus pesadillas las disfrutara gustoso, en lo que sólo un ser tan asqueroso y maquiavélico puede encontrar el gusto. Lo último que oyó, entre sus oídos y su mente, entre la realidad y el sueño, entre el recuerdo y la imaginación, fue la suave risa de Kylena.

martes, 22 de julio de 2014

GUERREROS DE TINTA: CAPÍTULO 1. A CIEGAS ENTRE DOS AGUAS

Desde lo alto de la Torre del Reloj, las vistas de la ciudad eran impresionantes e increíbles. Costaba creer que esas interminables y oprimentes callejuelas que la atravesaran no fueran más que pequeñas líneas, no más gruesas que un alfiler. Era difícil de percibir, postrado en la balconada, las idas y venidas de esos transeúntes pequeños como hormigas, que iban de hormiguero en hormiguero, siempre con prisas, sin detenerse jamás mientras la luz del sol brillase sobre sus cabezas.

Y era imposible de averiguar, con esa vista de pájaro, las tragedias, oscuridades, penas, secretos inconfesables, remordimientos, traiciones, recuerdos, sentimientos,… escondidos bajo la ciudad, en los muros de las calles, dentro de las casas y en el alma de sus habitantes.

Y desde lo alto de la Torre del Reloj, orgullo y emblema del lugar, alta como una montaña que ansiaba alcanzar las nubes, sus problemas y preocupaciones se desvanecían, se diluían en el mar a sus pies, perdían toda su urgencia e impaciencia, toda su monumentalidad y grandeza.

Era allí, y en ningún sitio más que en ese refugio secreto, que sólo él conocía y a donde sólo él podía llegar, donde lo nimio, material y mundano no podía hacerse presente, donde no podía invadirlo. Era en lo alto de lo más alto donde podía elevarse hasta tocar el cielo; donde su imaginación volaba más allá de esas lejanas montañas, tan inalcanzables y remotas, que desde su mirador se hacían cercanas y próximas. Donde nadie más que él y sólo él podría enturbiar ese ansiado descanso y retiro periódico, en ese refugio de soledad era donde guardaba su secreto.

Bajo el segundo ladrillo del muro que casi se derruía, escondida concienzudamente, la pequeña y herrumbrosa llave se encontraba, esperando con santa paciencia a su dueño y conocedor.

Y con esa insospechada llave, se abría una puerta secreta, aún más difícil de encontrar que la llave, pues mimetizada completamente con la pared estaba, tanto que hasta a él le resultaba a veces ilocalizable. La única pista que revelaba su paradero era la separación de la pétrea puerta con el resto del muro, tan irregular y desgastada que se asemejaba perfectamente a una grieta que en el muro hubiera podido surgir; tan fina e invisible para el ojo que sólo al tacto de los dedos se podía encontrar.

Y era un poco a la derecha de ese curioso marco, recubierto concienzudamente de fría piedra, donde estaba la cerradura, todavía más increíble. Con una rasgadura en la pared se confundía, pero en el momento en que se le introducía la llave, se desvelaba el engaño al inconfundible sonido contra el metal que había en su interior.

No bastaba más que un suave movimiento de muñeca para accionar la cerradura, no bastaba más que un empujón para mover la puerta, no bastaban más que unos pasos adentrándose dentro del oscuro pasadizo de la que la puerta era la entrada para que todo percepción de la realidad cotidiana se desvaneciese en la oscuridad que engullía ahora mismo al soñador de la Torre del Reloj; para que las cadenas que lo aprisionaban a la vida que obligado a vivir estaba, una vida vacía e insulsa, atrapado en ese pueblo muerto, y a esa monotonía que era parte inseparable de toda su existencia más allá de ese misterioso escondite suyo.

A cada paso que avanzaba a través del pasadizo ayudado únicamente por una antorcha encendida, estaba cada vez más lejos del muchacho que era fuera de allí, del niño huérfano cuya única familia era una respetable y a vista de todos bondadosa madre adoptiva, que lo obligaba a trabajar como un esclavo en las minas de las afueras para pagar los gastos ineludibles de la casa, que al final acababan siendo las mayores y ridículas extravagancias. Huía de esa arpía que había intentado someterlo bajo el mismo yugo de ignorancia que la castigaba a ella; de esa bestia embrutecida que había intentado apartarle de los libros de su padre, su única herencia y recuerdo tangible de él; de ese monstruo sin corazón que había hecho arder en fuego las partituras de música de su madre,… Poco a poco iba dejándolo atrás, todo se iba quedando a su espalda, esa gris vida se iba quedando abandonada en el suelo frío de piedra.

Para cuando hubiera recorrido todo el pasadizo serpenteante que se extendía por las paredes, el suelo, los muros, las habitaciones, las paredes, el techo, del piso más alto de la Torre, ya no sería más ese crío, que se quedaría agazapado en las esquinas, llorando de miedo y sin ser capaz de dar un paso del terror que le inspiraba tal pasadizo. Mientras éste se quedaba atrás, el verdadero Ipolén, el auténtico, se despojaba de ese mundano disfraz y se preparaba para adoptar nuevamente su forma genuina. Para cuando hubiera llegado al refugio, ya no sería más el huérfano por el que todo el mundo siente lástima y compasión cuya vida lo merece aún más; ya habría entrado de nuevo en el juego, como un jertare: un mensajero, un intermediario, un vínculo, una puerta, un conector, un guardián, un portero, un anfitrión.

Sus funciones en el mundo de los Guerreros de Tinta eran muy claras: mientras unos hermanos de la orden se encargaban de localizar a aquellos con ciertas habilidades especiales, a aquellos posibles  nuevos adeptos, Ipolén simplemente debía alojarlos y esconderlos en su refugio el tiempo que fuese necesario. Esas visitas por lo general no solían durar mucho ni sucederse con excesiva frecuencia; en realidad, eran bastante escasas. Podían pasar meses entre la repentina salida de un huésped a través del portal dirección a Heritania, el mundo secreto de la orden, acompañado por uno o dos Guerreros que hubieran aparecido completamente de improviso para llevárselo, y la llegada de un nuevo inquilino en exactas circunstancias sorprendentes, tanto como podían sucederse por espacio de unos pocos días.

Los servicios de Ipolén no eran por lo tanto, muy solicitados. Exceptuando cuando había algún huésped, ése habitáculo seguía siendo su escondite, donde guardaba sus libros, donde acudía huyendo y donde se evadía por unas horas de esa insulsa existencia refugiándose en la lectura o en la música, porque allí también guardaba las partituras de su madre que consiguió salvar.

Lo encontró gracias a un mapa que había escondido entre las páginas de un libro de la Biblioteca Municipal que hablaba sobre la Torre. Era un libro muy viejo y que nadie había cogido en años… hasta que él lo encontró detrás de una estantería; nadie sabría cuánto tiempo habría llevado ahí. Ipolén lo encontró de pura casualidad, y siguiendo las indicaciones del mapa, halló el refugio.

Según el libro, había servido durante varios años atrás como estudio creativo a un excéntrico artista que al parecer encontraba la inspiración en los lugares oscuros, cavernosos, apartados y silenciosos. Al ser el dirigente que construyó la Torre mecenas de dicho artista, pidió expresamente y como favor personal al arquitecto a cargo de la construcción que dispusiera una sala de dichas características para uso personal del artista, además de que ese espacio se hubiera de encontrar por medio de pasadizos secretos o puertas camufladas, ya que ese recorrido previo “contribuía a despertar los sentidos y los adecuaba para percibir más claramente el aura creativa que irradiaba ese embrujador refugio”.

Cuando Ipolén llegó por primera vez al estudio del artista, que posteriormente transformaría en su refugio, llevaba un tiempo abandonado, y aunque al artista Ipolén no lo había visto nunca ni al parecer seguía en el pueblo, aún quedaban pertenencias suyas allí. Como tampoco parecía que él fuera a volver (la antigüedad de algunas de ellas y las capas de polvo generalizadas por toda la estancia denotaba que llevaban demasiado tiempo abandonadas) ni éstas eran demasiado personales, Ipolén decidió dejarlas allí y usarlas él mismo.

No eran tampoco muchas: algunos lienzos sin acabar, estanterías vacías, una cama y un piano. A todas luces, el excéntrico se había marchado hace mucho tiempo llevándose los cuadros acabados y los libros y dejando atrás aquello que no podía cargar o no echaría de menos. Era lógico pensar que ya no volvería a reclamarlas.

El libro que le había permitido hallar tal singular escondite también añadía algunos detalles más, como que el piano era un regalo del mecenas al artista por una magistral interpretación que ejecutó en cierta ocasión, y que había estado en poder anteriormente de cierto embajador oriental con quien aquel gerente había trabado amistad. El piano pasó por tanto del embajador al artista pasando por el mecenas.

Lo más extraordinario no era cómo se las hubieran ingeniado para traer el piano allí, sino el hecho de que, por lo que había leído, ese piano había sido perfeccionado por un amigo inventor del embajador paisano suyo, utilizando conocimientos secretos de Oriente. El libro decía que la madera nuca se pudriría, ni las cuerdas se desafinarían, ni el instrumento se vería afectado en ningún modo por el paso del tiempo. Ipolén mismo lo corroboró al tocarlo un momento; estaba perfectamente afinado.

Al jertare siempre le había gustado la música tanto como la lectura, y tuvo la suerte de aprender ambas artes gracias al bibliotecario. Por lo que él sabía, había sido un gran amigo de sus padres y no deseaba ver cómo su herencia se desperdiciaba, pues lo único que conservaba de ellos eran libros y partituras de piano. El bibliotecario había sido casi un padre para él, lo que disgustaba sobremanera a su madre adoptiva oficial. Sin embargo, había llegado a pasar más tiempo en la Biblioteca con él que en su propia casa, hasta que el bibliotecario tuvo que irse de viaje a ver a una hermana enferma. Le prometió volver en unas semanas…. y jamás regresó.
Ipolén quedó entonces más confuso y solo que antes. Por sí no tenía suficientes preguntas con las acerca de sus padres, que el bibliotecario nunca llegó a responder, los interrogantes sobre su pasado eran tan cuantioso que lo aturullaban. ¿Quiénes habían sido sus padres? ¿Por qué no estaban con él? Las respuestas que le fueron dadas eran muy vagas e imprecisas. Le dijo que su madre era profesora de Música y su padre librero, y que murieron los dos en el incendio de su librería cuando Ipolén tenía dos años. Aunque eso ya lo había averiguado gracias a su madre adoptiva.

Los detalles acerca de sus familias paterna y materna eran muy ambiguos: ambos eran hijos únicos, sus abuelos habían muerto ya para cuando Ipolén quedó huérfano, y no se sabía nada acerca de primos, tíos,… pues sus padres habían venido a vivir al pueblo recién casados, y habían dejado sus respectivas familias atrás.

Cuando le preguntó por qué no le habían concedido su tutela a él, como amigo de la familia que era, respondió que el difunto marido de su madre adoptiva había sido también íntimo de la familia, y de más atrás que el bibliotecario. A pesar de haber muerto algunos meses después de que Ipolén quedara bajo su custodia en un terrible accidente en las minas, la tutela pudo pasar perfectamente a su mujer, ya que se la habían adjudicado a ambos.

Ipolén había empezado a pensar que podrían solicitar un cambio de tutela cuando se marchó el bibliotecario. Se quedó, por tanto, sin nuevo tutor ni antiguo profesor, pero por lo menos había aprendido lo suficiente como para seguir aprendiendo por su cuenta, tanto por los libros de sus padres como por los que había en la biblioteca. Si volviera algún día, estaría orgulloso de su avance.

Poco después encontró el escondite, y empezó a llevarse algunos libros allí, sus favoritos, pero no se atrevía a llevarse las partituras. Había aprendido y seguido practicando con el piano que había en la biblioteca, cuyas funciones exactas no estaban muy estrictamente marcadas. En ocasiones había servido de teatro también. Pero no se atrevía en ese momento a tocar en  el piano oriental; había algo en el sonido que emitía que daba escalofríos. No obstante, pronto se arrepintió de no habérselas llevado todas allí. Por mucho de que su tutora repitiera después que había sido un accidente, Ipolén nunca lo creería.

Cuando llegó a la casa, los libros y las partituras se guardaron en cajas en el desván, y cuando empezó a instruirse con su amigo, bajó algunos libros y las partituras a su habitación.

Una noche de invierno, después de cenar, ella estaba cerrando todas las ventanas de la casa; era una costumbre durante las noches de frío. Mientras Ipolén recogía la mesa, su madre adoptiva estaba en ese momento con los dormitorios, en la otra punta de la casa. Para guiarse en esa oscuridad, iba con una pequeña vela protegida de las traicioneras corrientes de aire que pudieran apagarla de improviso con un trozo de tela dispuesto a su alrededor pegado a la base de la vela con pegamento y atravesado por varillas de metal para mantener la forma.

Estaba en la habitación de su hijo adoptivo en el momento en que resbaló cerrando la ventana. Por reflejo, se agarró a las cortinas para evitar caer, y la llama de la vela hizo contacto así con  su tela.

A pesar del frío y de la humedad, prendieron fuego enseguida, y aún más deprisa empezó a gritar la mujer; sin embargo, Ipolén, debido a la distancia y a la oscuridad, no llegó lo suficientemente rápido como para salvar las cortinas, que se consumieron casi al completo. Y, lo que al joven jertare más le entristeció, ni para recuperar sus libros y hojas de música, que guardaba desgraciadamente detrás de las cortinas, y también se quemaron; algunos casi al completo, otros sólo parcialmente y milagrosamente, hubo las que se salvaron, pero muy pocas en comparación.

Con ayuda del bibliotecario, consiguió ejemplares de casi todos los libros echados a perder, y así restaurar en parte la herencia de su padre, pero la de su madre, esas partituras… no era porque no encontraron esos libros, que hallaron y él guardó, sino porque los que había tenido estaban llenos de anotaciones suyas, de su puño y letra, siendo un rastro verdadero y tangible de su madre, algo personal y suyo que llevaba en cada trazo de ese lápiz la esencia de quien ya no estaba, ni iba a volver ya. Por otro lado, algunas composiciones eran originales suyas, y esas sí que eran irrecuperables.

Tras ese lamentable acontecimiento, llevó ambos legados al refugio; confiaba en que allí estarían más seguros, y ya no confiaba nada en su madre adoptiva. Nunca se había fiado mucho de ella en esos asuntos, desde que intentara deshacerse de los libros con la excusa de que ocupaban demasiado en el sitio en el desván y de que no le servirían de nada a Ipolén, más que para llenarle la cabeza de pájaros, en lugar que de rocas, polvo y picos, como hubiera preferido ella. Sólo con ayuda del bibliotecario consiguió convencerla de que no lo hiciera a tiempo. A regañadientes, consintió en que se quedaran, pero desde entonces Ipolén no volvió a hablarle de ellos, temeroso de que volviera a querer deshacerse de su herencia paterna.

No tardó mucho tiempo en completar el traslado, y hasta acabar de hacerlo ninguna otra cosa ocupó su mente que llevarlo todo allí y sin que la mujer sospechase nada. Fue muy trabajoso tener que llevarse los libros de uno en uno o de dos en dos y escondidos entre las ropas, pero al final acabó tal tarea.

Y poco tiempo después, aparecieron de improviso los Guerreros y su orden, con todo su misterio e historia. Gustosamente les cedió su refugio para el poco tiempo que pasaban.

A veces le hacía gracia y otras le irritaba, pero siempre le sorprendía cómo aparecían; llegaba un día y los encontraba ya allí. A veces estaba solo el huésped y otras acompañado, a veces inconsciente y otras despierto; pero siempre muy pálido y asustado, como si viniese huyendo del propio miedo que hubiese tomado forma de pesadilla. A veces estaba herido de gravedad y otras solamente vapuleado, a veces hambriento y otras sediento; pero siempre agotado y hecho polvo, necesitado de atenciones que las que Ipolén alcanzaba a suministrar no podían suplir.

El jarete sabía que sus esfuerzos no eran suficientes para lo que precisaban los que alojaba en su escondite. Sólo pasaban bajo su techo el tiempo justo para que el futuro Guerrero descansara lo suficiente para afrontar otro viaje, en esa ocasión a Heritania, el mundo de la Orden, para el que debían llevárselo los Guerreros que lo hubiesen traído u otros que hubiesen venido para suplantarlos en caso de que los anteriores por cualquier razón hubieran tenido que volver a Heritania de improviso. Ya lo cuidarían allí mejor que como lo pudiera hacer Ipolén.

Los Guerreros experimentados, por lo que le habían dicho, podían viajar a su mundo en cualquier momento siempre que fueran solos; si llevan a uno que no lo es, por muchas aptitudes que pueda tener para en el futuro convertirse en uno de ellos, debían utilizar un portal, que sólo los Guerreros pueden activar. Estos portales se encontraban en escondites de la Orden, como el suyo, a cargo de un jarete, como él. Los jaretes no podían utilizar esos portales, pero no obstante debían ocultarlos; el que guardaba jarete estaba pintado detrás de una estantería que se podía mover.

Por su aspecto parecían manchas en la pared salidas por el tiempo y la humedad, mas un Guerrero la podía hacer cambiar ese camuflaje por su verdadero aspecto: un hermoso dibujo de muchísimos colores con filigranas hechas de palabras en el idioma de ellos, componiendo dibujos y formas geométricas. Cuando iban a abrir el portal, éste brillaba con fuerza y sus palabras parecían cobrar vida y susurrar en voz muy baja lo que decía. A Ipolén le hubiera gustado entender lo que decían, como le hubiese gustado ir a Heritania; no obstante, no le estaba permitido, sus funciones estaban en la Tierra. Pero ojalá pudiera ir aunque fuera una vez…


Iba ensimismad en sus pensamientos, y no se dio cuenta de que no estaba sólo. En su cama había una chica dormida en sueños agitados. Perlas de sudor le corrían por la frente y el pelo largo y enmarañado del color dorado del sol. Su faz no denotaba paz ni descanso precisamente y con voz suave decía: “Hermano, hermano” y algo inentendible de una sombra negra.

viernes, 25 de abril de 2014

GUERREROS DE TINTA: PRÓLOGO

Sólo una suave brisa azotaba el prado aquella noche; el cielo estaba despejado y la luna brillaba tenuemente. La hierba húmeda se congelaba lentamente, pues el invierno no se había ido de aquellas tierras que soñaban con la primavera y el calor.

Bajo la serena luz de las estrellas, al bosque que empezaba donde acababa la pradera un aspecto oscuro y siniestro confería la noche. En medio de ese silencio sepulcral, los sonidos del bosque se asemejaban a cánticos de demonios y brujas, y al susurro de los fantasmas que el pueblo supersticioso consideraba moradores y dueños del bosque profundo.

Al otro lado del prado, se asentaba una pequeña granja, suficientemente alejada como para que las criaturas salvajes que vivían entre la foresta no la molestasen pero no tanto como para que la imponente presencia de los oscuros árboles no inquietase constantemente a sus intranquilos moradores. A pesar de la tardía hora, la casa no dormía. La luz de las velas y de la chimenea competía con la sobrenatural luminiscencia de la bóveda celeste, y dentro de la vivienda, la tranquilidad que reposaba en el lugar parecía también estar presente, mas no era así.

La cruel e inmisericorde tormenta que había azotado el lugar durante las últimas semanas y que parecía haber abandonado por un tiempo el valle en la indefensa morada se había filtrado a través de sus finas paredes y su deficiente techo, débilmente y en vano reforzados por los granjeros. Por la bondad de algún hada buena, no se habían derrumbado, aunque debían arreglar todos los desperfectos lo antes posible; otro temporal así no podría aguantar.

Había abandonado finalmente el lugar, pero un aliento de muerte que la había acompañado residía aún en la granja, por muy lejos que hubiera marchado la tormenta. Estaba presente en todas las habitaciones, entre las paredes, bajo las camas y dentro del alma de cada uno de los desdichados granjeros…

Se estaba llevando al primogénito. Era un chico enfermizo, de no más de diecisiete años, y el temporal le había hecho coger unas fiebres muy agresivas y extrañas. Y ahora que mejoraba el tiempo, su delicada salud, mantenida a duras penas con sangre, sudor y lágrimas por toda la familia, empeoraba drásticamente.

Como si el aliento de muerte desesperación y furia a partes iguales hubiera sufrido al ver partir a su idolatrada tempestad, atacó con contundencia al pobre muchacho. No hacía ni unas horas que la lluvia cesó, cuando empezó a padecer unos terribles temblores, subió alarmantemente su temperatura, unos dolores empezaron a sacudirle hasta hacerle sollozar e incluso deliró, efecto de la enfermedad.

Ipso facto, toda la familia, que dormitaba en ese momento, se despertó y fue a su vera. Al haber amainado la tormenta, el padre mandó a una de las hijas mayores al pueblo cercano a buscar al médico. Ella salió presta y rauda con su fiel yegua. Por su voluntad hubiera partido mucho antes, mas la lluvia, el frío, el viento y sus preocupados padres no se lo permitieron; ya bastaba con uno de la familia enfermo y postrado en la cama, y poner a otro en esa misma situación, aunque fuera por un pálpito de amor fraternal no ayudaría. O aún peor, podría perderse en intrincado y peligroso camino hasta el pueblo, o incluso ser capturada por los bandidos del valle o por los asaltadores de caminos.

Años después, la hermana seguía preguntándose si no hubiera sido mejor haberse expuesto a una pulmonía y haber traído al médico antes. Y no sólo ella, toda la familia se haría después y durante mucho tiempo la misma pregunta. Haber acabado con la enfermedad lo antes posible les hubiera librado de todas las desgracias que se sucedieron tras esa fatídica noche.

La otra hermana, no mucho mayor que el primogénito, también había sentido en su corazón de hermana tristeza por la enfermedad que el chico padecía, y de ese pesar que acongojaba su alma cada vez que vislumbraba a su hermano postrado en su lecho, saturado de dolor, surgió en ella el deseo de consolarle y aliviarle. 

Pero ella, ¿qué podía hacer? En su poder sólo estaba una manera con la que transmitir le consuelo: con sus cuentos. La imaginación de la niña era un portento, y las historias que inventaba para distraer y animar a sus hermanos por las noches les parecían a los que las escuchaban un regalo de Dios.

Ella se hubiera pasado de buen grado todo el tiempo que su hermano enfermó pegada a su lecho, aliviando sus padecimientos con esos maravillosos relatos llenos de magia y luz… Lo hubiera hecho aunque ese cruel recuerdo de la tempestad hubiera encadenado a su adorado hermano a la cama durante cien años,… pero en verdad ni un segundo se le pudo acercar, tal era el peligro de contagiarse. 

En compensación, ella escribió todas las historias que se le ocurrieron durante el tiempo que la tempestad los recluyó en la granja, y se las intentó hacer llegar a su hermano por su madre, que era la que podía cuidarlo en lo proximidad, para que él las leyera. 

Estaba muy orgullosa de conocer la escritura; sabía que el analfabetismo era la lacra de los campesinos y granjeros como su familia. Fue gracias a su abuela, quien se había negado en redondo a aceptar que sus nietas crecieran en la más absoluta ignorancia y que la maravillosa biblioteca que había recopilado durante su vida entera fuera pasto del polvo y de las ratas en el desván, o peor aún, del fuego.

Hace ya muchos años que Dios acogió en su seno a su idolatrada abuela, mas la dulce muchacha la recordaba y sentía en cada historia que relataba a sus hermanos. Más que la casa, e incluso más que los libros, la herencia que recibió fue ese don que su abuela le hizo desarrollar desde pequeña, que tantas dichas y consuelos había traído. 

Sí, una buena historia, como las que sólo a ella se le podían ocurrir y contada como sólo ella sabía relatar, hubiera podido transmitir alegría a su hermano, pero su madre no le leyó uno solo de los relatos que con tanta dedicación había inventado.

Su madre decía que no se le debía molestar en su enfermedad, que si quería ayudarlo de alguna manera, rezara mucho a Dios y a la Virgen para que lo curasen,… y también por ella, para que le hicieran ser una niña más buena, que no da disgustos a sus padres y que no se pasa los días inventando historias que luego no traen comida a la mesa; para que fuera más trabajadora y para que encontrase pronto un marido.

La madre nunca había tenido en mucha estima a su suegra, y ese sentimiento era mutuo. Cuando se negó a que su biblioteca se quemase tras su muerte, lo dijo pensando en su nuera. Consideraba que ella sería capaz de quemarlos para calentarse en invierno, o de venderlos para sacar algún dinero, o de tirarlos para utilizar el espacio que ocupaban en el desván, sin el menor reparo ni remordimiento.

Para la nuera, la anciana estaba completamente loca y de su boca sólo salían sandeces y tonterías. No comprendía su insensata pasión por algo que no alimentaba, ni daba calor en invierno, ni curaba,… pero parecían dar alas a los pájaros de la cabeza de aquella vieja señora.

Se lo había repetido muchísimas veces a su marido cuando la anciana vivía, y aún más cuando murió, pero éste no permitiría que desapareciera el prodigioso legado que su madre dejaba a este mundo, el cual admiraba profundamente.

Y, en claro desacuerdo con su mujer, permitió que a sus hijos les iniciara en las letras, los números, la música,… y otros campos del conocimiento la culta y sabia abuela, que pudo perfectamente ejercer como institutriz de sus nietos, labor que ejerció en esa casa hasta que Dios decidió acogerla en su gloria. Después, el padre se vio en la obligación de buscar un sustituto para que los niños pudieran continuar formándose adecuadamente, como hubiera querido su instruida madre. 

Y encontró un inusual y sorprendente nuevo maestro en un boticario del pueblo, que contaba además con una formación en diversas disciplinas, tales como historia, música, literatura… nada desdeñable. Tras previo acuerdo y estipulación de salario, notablemente inferior al honorario que cobraría una autentica institutriz, éste accedió a ilustrar como buenamente pudiera a esos ávidos lectores, dignos nietos de su abuela, característica bien presente en todos ellos, dos tardes a la semana. 

Pero, a pesar del incuestionable saber del boticario, la joven cuentacuentos, mucho más que sus hermanos, encontró en los incontables libros de la difunta un medio delicioso de educarse autodidácticamente. Quedaban amontonados en la biblioteca, en los estantes más altos y polvorientos muchísimos más ejemplares que aún no había abierto que de los que había leído y entendido, y algunos de los más grandes eran tan complejos que probablemente no sería nunca capaz de aventurarse en sus páginas desgastadas por el tiempo ni en su profundo saber secreto…

Todo esto iba meditando la muchacha mientras paseaba por el prado en donde se asentaba su granja; no había nada más reconfortante que pisar el suelo blando y encharcado por la lluvia reciente mientras uno se deleitaba con la fragancia de la hierba mojada y sentía en su piel una suave brisa que traía aún gotas de la pasada tormenta; nada más inspirador que un paseo después de tanto tiempo encerrada, más si aún el sol no había el suficiente como para castigar esa parcela de campo con su luz abrasadora y su calor asfixiante aunque invernal, secando y amarilleando la tierra, si cuando volviera el frío a la noche siguiente se encargaría de estropear las débiles plantas que aún pervivieran. Definitivamente, es en esos momentos que ha cesado de llover cuando el prado es, a los ojos de la muchacha, más precioso y atrayente.

No la echarían de menos en la casa, no todavía. Hacía aún muy poco que su hermana trajo al médico del pueblo para que viera al enfermo, e intuía que eso tendría a todos en la casa ocupados largo rato; lo justo como para andar un trayecto corto, puede que hasta pudiera acercarse al bosque…

Un oscuro presentimiento le dificultaba la respiración; cerraba los ojos y todavía podía ver con claridad la expresión en el rostro del médico en cuanto llegó hasta la cama de su hermano; todavía le martilleaba la cabeza y chillaba en sus oídos esa cruel idea que se anclaba en su mente, haciendo eco de la impresión que le causó la mirada del sanador: que en lugar de haber buscado un médico, deberían haber traído un cura.

Por eso, más que avanzar pausadamente disfrutando del sereno placer de pasear tras la lluvia, ella corría, intentando ahogar ésa incansable idea con el chapotea de sus pies sobre el barro y charco. 

Tampoco guiaba su camino por lo que miraba en la oscuridad: sus pies parecían saber adónde se dirigían, todo su cuerpo parecía caminar en una dirección definida hacia Dios sabe dónde, pero ella no; sus ojos se anegaban en lágrimas que se agolpaban por fluir y no la dejaban ver.

Tropezó y cayó al suelo en su alocada carrera, y allí, tendida sobre la hierba mojada, lloraba por el hermano que iba perder, y suplicaba para que lo salvaran de los brazos fríos de la muerte. Allí, tendida en el barro, la conciencia perdió de donde estaba y del tiempo que pasaba, mientras su mente se apagaba poco a poco y todo a su alrededor se oscurecía.

Y allí, inconsciente, una sombra negra la encontró.